Hay una fiebre de arrabal y lobos,
una fiebre animada de intemperie.
Son los deseos.
Los fuegos fulgurantes que se instalan
dentro de las entrañas.
Salvajes solitarios y desnudos
recién llegados de la selva,
de esa sed voraz y contenida,
conocida por todos,
de hierbas y de frondas y hojarascas.
Gavilanes de duelos y avaricias
ocultos en los cuerpos.
Desplegando las alas.
Levantado sus vuelos
sobre blandas palomas.
Vuelos de gavilanes sobre aguas.
O galopes tendidos del mar en las arenas
y una montaña azul evaporándose
en volcánicos fuegos sulfurados.
Manejan nuestros ojos
y los ritmos de nuestras respiraciones,
nuestras sangres,
llevándonos en latidos desbocados,
arrojándonos de nucas y de espaldas
hacia cielos abiertos de trémulas infancias.
¿Quién no comió los labios tersos de los deseos?
¿Quién no bebió en las fuentes de sus lascivias
y colocó sus sombras a un costado
para gozar mejor de sus delicias?
¿O jugó un ajedrez
hecho de piezas de tinieblas y claridades,
blancas y negras en trebejos
proyectores de diestras y siniestras,
para ganar un trago, una mirada de mujer,
su sonrisa o sus besos?
Sumergido en el mar de los deseos.
En los cuartos oscuros, de regazos aterciopelados
y cortinas vistiendo las brisas
y abriéndose y dejándolas caer
sobre nuestros cuerpos exaltados
en torrentes de frescura
recuerdo nuestros cuerpos
húmedos en nuestras manos.
Amílcar Luis Blanco (Pintura de Goya)