
Experto en el sufrir,
ansiosamente,
afantasmándose en los arrabales,
en esquinas y tiempos y cafés ateridos,
tirándole a la suerte,
siempre mezquina y ventajera,
sus instantes de goce solariego,
el hombre,
ciudadano, jugador, amigo nuestro,
vuelve a quitar sus manos del tapiz de sus sueños.
Envuelta en niebla la ciudad respira,
ebria de emanaciones y lluvias mal curadas
y renguea por todas sus calles y caminos
y suda con trabajo la luz de sus trajines,
sus soles y sus lunas;
raudos amaneceres y ceñudos ocasos.
Envuelta en odio y miedo por las noches
y por las tardes en menudos llantos.
Hay raices a borbotones, coagulos de su sangre,
pedazos de personas conspicuamente suyas
en los cementerios, hospitales, cárceles
y sobre todo en trenes atestados a la hora del cierre,
cuando los canillitas voltean sus pulmones
y los claxons de las bocinas, rugidos de motores,
acatarran el viento flameando entre las ropas tendidas
y las banderas sin tiempo ni sentido.
Entonces el hombre muerde su abandono,
pita su cigarrillo, sorbe su soledad con gusto a yerba.
Entonces el hombre se convierte en cuento,
ya sea que camine
o se siente en el banco de una plaza
a imaginar una libertad que nunca tuvo,
a imaginar una vida que ya no tiene
y que no tendrá nunca.
Amilcar Luis Blanco (Pintura de Edward Hooper)
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