Hemos perdido nuestras almas,
quiero decir memorias,
las verdades de a puño
y también las mentiras,
pero todavía tenemos los cuerpos;
esas materias muchas veces grises,
sentidas como tales.
Nuestras madres deshojaban los inviernos
para cobijarnos del frío.
Contaban cuentos sobre fingidos arrabales
y nuestra memoria atesoraba encuentros
y todo tipo de posibilidades.
Un percibir de ojos, oídos,
piel para las temperaturas,
paladares y olfatos
para sabores y olores.
Mientras escuchábamos complacidos o ahitos
había trenes que llevaban las lluvias
sobre carriles de reflejos
hacia ciudades construidas con altos edificios
y calles iluminadas de soslayo
en las que vivían gentes felices.
Pero ya sin memorias,
ejerciendo el olvido,
los que otrora fuimos,
hemos perdido mecánicas
de habilidad manual,
prácticas físicas
y rutinas del alma que se iba y volvía
en infinitos vuelos.
De modo que estamos muertos
en vida sin saberse hasta cuándo
y ya sin infinito, por supuesto.
Y eso será hasta que al olvido de nosotros mismos
suceda el abandono de los demás.
Entonces estaremos en la memoria de los otros
únicamente cuando puedan y quieran recordarnos,
ya no seremos ni siquiera cuerpos.
¿Pueden algunos así decirnos o decirles
a nuestros seres queridos
que otra vida nos aguarda
más allá de la vida que perdimos
cuando todavía nuestros cuerpos respiran
sin que los rostros se les desmoronen
y de allí y hacia bajo se les caigan los esqueletos
golpeados por una vergüenza contundente
al mentirse y mentirnos tanto?
Cuando sólo queda el sufrimiento.
Porque el placer que dan las sensaciones,
abrigos, alimentos,
agua para la sed, coraje para el miedo,
si no alcanzan a ponernos en el umbral de la esperanza,
son sólo resplandores instantáneos,
flashes de una cámara automática.
Las agrupaciones de la nostalgia
son en sustancia iguales a las dunas del desierto;
las abre sólo la paciencia del viento.
El tiempo es viento y merma sus arenas,
desoculta sus llagas,
abre sus piernas de vírgenes soplándolas,
deja al descubierto sus ápices y vértices,
les insufla mareas de calor insoportable
y hace prismas con sus colores de amarantos y tiznes
hasta convertirlas en luz esmerilada,
en sólo luz o lastimosa niebla,
lamiéndoles después al paso sus heridas,
abriéndolas en labios, pétalos ateridos,
como un amante de talento.
Amilcar Luis Blanco ("Las señoritas de Avignon", oleo sobre tela de Pablo Picasso)
las verdades de a puño
y también las mentiras,
pero todavía tenemos los cuerpos;
esas materias muchas veces grises,
sentidas como tales.
Nuestras madres deshojaban los inviernos
para cobijarnos del frío.
Contaban cuentos sobre fingidos arrabales
y nuestra memoria atesoraba encuentros
y todo tipo de posibilidades.
Un percibir de ojos, oídos,
piel para las temperaturas,
paladares y olfatos
para sabores y olores.
Mientras escuchábamos complacidos o ahitos
había trenes que llevaban las lluvias
sobre carriles de reflejos
hacia ciudades construidas con altos edificios
y calles iluminadas de soslayo
en las que vivían gentes felices.
Pero ya sin memorias,
ejerciendo el olvido,
los que otrora fuimos,
hemos perdido mecánicas
de habilidad manual,
prácticas físicas
y rutinas del alma que se iba y volvía
en infinitos vuelos.
De modo que estamos muertos
en vida sin saberse hasta cuándo
y ya sin infinito, por supuesto.
Y eso será hasta que al olvido de nosotros mismos
suceda el abandono de los demás.
Entonces estaremos en la memoria de los otros
únicamente cuando puedan y quieran recordarnos,
ya no seremos ni siquiera cuerpos.
¿Pueden algunos así decirnos o decirles
a nuestros seres queridos
que otra vida nos aguarda
más allá de la vida que perdimos
cuando todavía nuestros cuerpos respiran
sin que los rostros se les desmoronen
y de allí y hacia bajo se les caigan los esqueletos
golpeados por una vergüenza contundente
al mentirse y mentirnos tanto?
Cuando sólo queda el sufrimiento.
Porque el placer que dan las sensaciones,
abrigos, alimentos,
agua para la sed, coraje para el miedo,
si no alcanzan a ponernos en el umbral de la esperanza,
son sólo resplandores instantáneos,
flashes de una cámara automática.
Las agrupaciones de la nostalgia
son en sustancia iguales a las dunas del desierto;
las abre sólo la paciencia del viento.
El tiempo es viento y merma sus arenas,
desoculta sus llagas,
abre sus piernas de vírgenes soplándolas,
deja al descubierto sus ápices y vértices,
les insufla mareas de calor insoportable
y hace prismas con sus colores de amarantos y tiznes
hasta convertirlas en luz esmerilada,
en sólo luz o lastimosa niebla,
lamiéndoles después al paso sus heridas,
abriéndolas en labios, pétalos ateridos,
como un amante de talento.
Amilcar Luis Blanco ("Las señoritas de Avignon", oleo sobre tela de Pablo Picasso)
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