Yo le pongo mi luto a la esperanza,
perdonenmé los esperanzados,
los optimistas de toda laya.
Es hora de que crucemos
el solar verde
con las oscuras cintas de la desgracia.
En lo alto flamea la bandera pirata,
la que lleva calavera y tibias blancas
sobre el negro
y endurece las ráfagas
y consigue que ni siquiera el viento la distraiga.
La fatiga pone sus huevos
y de sus cáscaras rotas salen los fantasmas,
los fracasos crueles,
las muñecas y los tobillos aherrojados
de los esclavos negros fenecidos.
Y de la idiotez humana salen
los absurdos genocidios de las guerras absurdas.
Sombras hay en nosotros.
Brunos pelajes de brutos.
Y ese estigio café que nos bebemos
nos deja su tiniebla en las gargantas.
Por eso nuestros ojos anochecen
porque hay presagios agoreros tras la luz que los hiere.
El luto es la prudencia del saber que se muere
y dejar las señales circunspectas
los ramilletes de flores o cintas
negras
como las moscas y las sombras.
Y hasta la muerte de la lírica,
la de la rosa rosa en la mano de la doncella desnuda,
que sume la barbilla de su pequeña testa
sobre el rosado ebúrneo de sus pechos,
aparece cubierta por la cabellera azabache;
el abundante luto de la especie.
Y hasta la muerte de la lírica,
la de la rosa rosa en la mano de la doncella desnuda,
que sume la barbilla de su pequeña testa
sobre el rosado ebúrneo de sus pechos,
aparece cubierta por la cabellera azabache;
el abundante luto de la especie.
Amílcar Luis Blanco ("La muerte de la lírica", oleo sobre lienzo de Pedro Sáenz Sáenz)
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