Cuando hablamos de Dios
decimos quijotadas.
Evocamos milagros.
Haber pagado cuentas abultadas.
Habernos curado de enfermedades
graves.
Y soslayado las desgracias
pues nos libró del mal.
Haber hecho turismo.
Conocido ciudades.
Almorzado, cenado,
en sofisticados hoteles
y restaurantes. En suma
recibido los múltiplos
ingentes
de panes y de peces.
Porque vino a nosotros su reino
aquí en la tierra como en el cielo.
Cuando hablamos de Dios,
de las distancias estelares,
de los encuentros imposibles,
de los amores que regresan
o que jamás regresan,
de los desprecios de nuestro orgullo
convertidos en monumentos
de nuestra memoria,
está el azar que nos circunda
y nos merece
devota desconfianza.
Cuando hablamos de Dios
calladamente
y encontramos cómplices
de nuestro silencio.
Cuando dudamos de su existencia
con justificadas razones
y también encontramos
siempre
cómplices.
En fin, nos zambullimos
cuando hablamos
de Dios,
en las aguas vírgenes
o efervescentes
de la vida y del tiempo
mundanos,
siempre teniéndolo
en los oídos como un
hervir de piares y gorjeos
de pájaros.
Recuerdos de un jardín
que se parece a todos los jardines.
El omnipresente misterio
de la luz y la sombra
y el transcurso
en los hombros del río.
El sacudir del viento
que menea
el torso de sus cuerpos
transparentes
con tamaños
de dólmenes,
inclinando
las copas y las frondas.
Y rondándonos siempre
la sospecha,
esa eterna sospecha
de ser todo un tablado
y Dios espiándonos
siempre desde muy arriba
cómodamente sentado.
Amilcar Luis Blanco (Representación de Dios padre en "La creación de Adan" de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina)
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