"Tuve un sueño, que no fue un sueño.
El sol se había extinguido y las estrellas
vagaban a oscuras en el espacio eterno.
Sin luz y sin rumbo, la helada tierra
oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna.
Llegó el alba y se fue.
Y llegó de nuevo, sin traer el día.
Y el hombre olvidó sus pasiones
en el abismo de su desolación.(…)"
Lord Byron
Esa boca de fuego de la tierra.
Esa fragua ardorosa de Vulcano.
Esos regurgitares de una hoguera
que no digiere ni siquiera el agua
de los vastos océanos.
Ese dolor y miedo condensado
haciéndose partículas
cayendo
desde la entraña ígnea del planeta
en una pesadilla.-
La gente en soledades absolutas,
vistiéndose de escalofrío,
fuego y sombra
y temblando y huyendo,
con las sangres caídas
y raídas
hacia el sur de sus cuerpos.
Hefestos siempre.
Vesubio o el Calbuco,
o el terrible Tambora,
con cristales de lava y roca derretida,
y pesadas cenizas.
Pompeya y Herculano
en el siglo primero.
Pero también Lumbok,
también Sumbawa
en el décimo nono.
La grisácea tristeza convertida,
en llanto seco y rojo
de desesperaciones.
En Puerto Octay, Llankihue y Ensenada,
en Bariloche o Villa La Angostura.
Ese dolor y miedo condensado
en piedras, en arenas,
hechas fuego,
sobre gritos, silencios,
amores y pobrezas,
riquezas y humildades
de cabezas y cuerpos;
materias tras materias,
objetos tras objetos
en mares piroclásticos de polvo.
Esos trozos de angustia,
pedernales de lástima,
llantos de los granitos
y del hierro partido por la nieve
y la ardorosa fragua de Vulcano
obliterando cielos y tormentas
convirtiendo en espectros y fantamas
multitudes de almas,
abandonándolas, corriéndolas,
hacia los inviernos de la nada.
Esos polvos callados que conciernen
a nuestro ser y suelen regresarnos
a inorgánicas suertes minerales
para yacer de nuevo convertidos
en anfractuosos, mínimos cristales.
Los flujos piroclásticos esculpiendo las ansias.
Materias tras materias tras materias,
objetos tras objetos tras objetos.
Amilcar Luis Blanco ("Erupción del Tambora en 1815)
La gente en soledades absolutas,
vistiéndose de escalofrío,
fuego y sombra
y temblando y huyendo,
con las sangres caídas
y raídas
hacia el sur de sus cuerpos.
Hefestos siempre.
Vesubio o el Calbuco,
o el terrible Tambora,
con cristales de lava y roca derretida,
y pesadas cenizas.
Pompeya y Herculano
en el siglo primero.
Pero también Lumbok,
también Sumbawa
en el décimo nono.
La grisácea tristeza convertida,
en llanto seco y rojo
de desesperaciones.
En Puerto Octay, Llankihue y Ensenada,
en Bariloche o Villa La Angostura.
Ese dolor y miedo condensado
en piedras, en arenas,
hechas fuego,
sobre gritos, silencios,
amores y pobrezas,
riquezas y humildades
de cabezas y cuerpos;
materias tras materias,
objetos tras objetos
en mares piroclásticos de polvo.
Esos trozos de angustia,
pedernales de lástima,
llantos de los granitos
y del hierro partido por la nieve
y la ardorosa fragua de Vulcano
obliterando cielos y tormentas
convirtiendo en espectros y fantamas
multitudes de almas,
abandonándolas, corriéndolas,
hacia los inviernos de la nada.
Esos polvos callados que conciernen
a nuestro ser y suelen regresarnos
a inorgánicas suertes minerales
para yacer de nuevo convertidos
en anfractuosos, mínimos cristales.
Los flujos piroclásticos esculpiendo las ansias.
Materias tras materias tras materias,
objetos tras objetos tras objetos.
Amilcar Luis Blanco ("Erupción del Tambora en 1815)
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