Vestidos de silencio,
en el decoro blanco de la tarde,
hurtan los caminantes
las penas o las risas de sus rostros,
a escondidas.
Sonrien y transpiran.
Se pasan el pañuelo por sus sueños
Se pasan el pañuelo por sus almas.
Secan sus alegrías o tristezas
y se sientan al borde de la fuente.
El borde del cemento derruido,
partido por el tiempo,
de la vieja fontana
que antes contuvo el agua
en sus carnes de piedra
recibe el peso de incontables cuerpos
pero escasas miradas.
El reposo que mana de la fuente
se brinda a la fatiga de los cuerpos
y aunque no done ahora la frescura del agua
ni manos y pañuelos para enjugar sudores
les regala los árboles, los pájaros;
sus melenas de sombras que se agitan,
los vuelos y las breves caminatas
sobre sus cuerpos de ángeles de piedra.
Como muchos a veces
me siento en esos márgenes de piedra
a contemplar los ángeles
a ver sombras y pájaros livianos
caminando sobre ellos.
El alma de la fuente que fue el agua,
brotando transparente,
impostó en su inorgánica materia
un corazón de río
que se apagó una tarde.
Pero aún siguen las sombras en la piedra,
las ligeras andanzas de los pájaros,
y un corazón de agua en la penumbra
después de cada lluvia.
Y en su estanque redondo la luz crece
del cielo en su infinito.
Y siento que nos mira la fontana
desde sus ojos de lucida calma.
Amilcar Luis Blanco (Pintura al oleo de Thomas Kinkade)
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