Esas mamposterías hace años caídas,
argamasas partidas por el medio
y garfios emergiendo junto a pastos hirsutos
dejan ver otros tiempos.
Porque entre medio hay voces
saliendo de gargantas invisibles,
conversaciones y magnéticos rayos
de miradas que se cruzaron alguna vez
y otras veces partieron.
Entre las ruines ruinas, suciedades, papeles,
zapatos viejos, botellas, indiferentemente,
hay pedazos de almas y corazones rotos,
relojes desvencijados con sus tripas de cuerdas hacia fuera
de los que parten caravanas sobre vastos desiertos
y enormes cuajarones de silencios que detienen el viento.
Hay radios transmitiendo desde un pasado de domésticas rutinas
y pasos y palmadas y sonrisas y manos en el aire y contoneos.
Tangos que se bailaron en silencio
y besos olvidados de hombres y mujeres
que alguna vez se amaron amparados en arcos y dinteles,
en zaguanes y cuartos y emparrados
bajo cielos abiertos.
Ofensas que todavía arden aunque estén engastadas en cenizas.
En esas ruinas cuando llueve todavía se levantan las vidas,
en formas de atmósferas sobre cementos
como lavas que se beben los cielos
para calmar sus fuegos.
Y levantan en humos y vapores cuellos, brazos y manos
y cabezas y hombros y torsos de manera
que si miramos hondo y sostenido al cabo los espectros
engendran poblaciones de familias paridas
por ese ser que somos y seguiremos siendo
aunque dejemos ruinas, aunque dejemos sombras y esperpentos.
Amílcar Luis Blanco (Fotografía de ruinas en Villa Epecuen, Provincia de Buenos Aires, Argentina)
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