Pongo mi sien sobre una almohada de tinieblas,
el codo, doblado, desaparece en espesuras
y la mano cautela las fosas nasales que suenan a cavernas
por las que el viento pasa con la regularidad de las mareas
y hace sonar sirenas de buques en tránsito contra la lejanía
y me gana el vacío venido de un mareo que agita mis nociones.
De a poco soy cautivo de mi respiración y mi relajo
y me toma lo enorme creciendo desde todos mis costados;
ese ejército guarango de jirafas, castillos, elefantes y cruces
y caigo lentamente tomándome de vagas hornacinas,
de miedos, de fatigas y escándalos y espejos y repisas y mesas
y persianas abiertas en zaguanes que dan a las tormentas.
Pero por fin sucumbo sin remedio, pierdo mi fiel, mi linea, mi balanza,
y un placer sin arraigos me reparte como si fuera brisa sobre el agua,
mas allá de mi cuerpo ya perdido, derramado en palomas y portales.
Y la atmósfera enciende una hoguera invisible, un ocaso, su brasa.
Y de su centro manan aromas y vapores que tientan las distancias
mientras ingreso en cuartos y calles y regresos
y siento que camino hecho un tendal de sombras
y lunas ateridas se ciñen a mis pasos arriando cautamente la luz de la vigilia.
Entonces se construyen escenarios poblados en las casas de infancia
por amigos de siempre, por los muertos, los vivos,
los antiguos parientes que cruzaron los días que guardaron mis ojos
y sólo me visitan en la ocasión absurda en que el azar se abre y nos acoje
en ese campo dilatado y lueñe donde hasta el tiempo hunde su congoja
y detiene sus puños de vigilia delante de mi frente porque sueño.
Amílcar Luis Blanco ("La tentación de San Antonio" por Salvador Dalí)
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