Padre, madre y hermanos los
convoco
a compartir de nuevo aquélla casa,
la visceral, porque albergó mi infancia.
La que me tuvo quieto,
admirativo,
los ojos muy abiertos y colmados
de misterios en todos sus
rincones.
La del patio y aljibe, higuera y parra,
eucalipto y aromo, gallo, gatos, gallinas.
La casa de las nueve habitaciones.
De los inviernos con estalactitas
desde la madrugada al mediodía.
De las largas lecturas en alta
voz de padre.
Iliada, Odisea, Don Quijote,
y Calderón y Lope, Quevedo y Garcilaso.
Las gatas blancas, Sunda y
Upasunda,
de padre y madre respectivamente,
jugando externo amor
correspondido,
pero después barrido por los
vientos.
Esos vientos de pampa enfurecida,
hacían temblar las puertas y
ventanas
y , a los parientes de visita
de la lejana Capital, los
aterrorizaban.
Jugábamos, andábamos, a flor de
alma,
entre el jardín de invierno y la
cocina,
fastidiando a Blanquita, a Consuelo,
a Nélida y a madre y al mismísimo
padre.
Esa casa soy yo y es mi basal
memoria;
puerto para dos diásporas: de
llegada
luego de haber recién nacido
y otra, de doliente partida,
desde mi pubertad hacia mi vida.
Pero hay miles de caras para las
mismas caras,
y multitud de cuerpos en
quehaceres diversos
para los mismos cuerpos que palpitan
uncidos a preguntas y recuerdos.
Y aquélla casa los contiene a
todos
y los apila en sombras y
fantasmas,
en vértigos y ropas y sonidos,
torbellinos en pausas de
silencios,
entre gritos y cantos y palabras
de charlas en jirones, sinfonías
y tangos,
valses y melodías y cintas "cine graf"
que el padre con su amor nos preparaba
y proyectaba en el señorial comedor oscurecido;
banquetes para nuestros ojos insaciables.
Aunque nosotros nos hayamos ido;
los misterios que somos,
esfumados,
sigo bajo el dintel de la cancel
sentado
esperando aquél tío, un primo de
mi padre,
que me trajo por fin mi primer
libro,
en cuyas páginas, de enormes signos
y dibujos ingenuos en colores
primarios,
aprendí, silabeando, a unir las letras
y alzar desde mi voz cada palabra
para después imaginar las vidas
que resucitarían como Lázaro
al Cristo de mi frente.
Hogar de siempre, anclaje y despedida.
Amílcar Luis Blanco (Fotografía de la casa de América tomada por mi amigo Oscar Singh)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Los comentarios son bienvenidos pero me reservo el derecho de suprimir los que parezcan mal intencionados o de mal gusto