Nadie tiene por qué saber dónde descansa el infinito,
si es que descansa, digo.
Quizá en el horizonte, en cualquiera.
En la juntura del mar con el cielo,
de la ciudad con el cielo,
de la llanura con el cielo.
En la noche estrellada de Van Gogh.
Pero en todos los casos siempre más allá,
como para que no le podamos echar mano.
Cuando era pibe miraba las frentes altas y despejadas
y pensaba en el infinito sin saberlo,
esas frentes me lo inspiraban y en general casi todo:
las casas despobladas, mis mareos,
el despertarme sin saber dónde estaba,
el recordar el mundo con el que había soñado
y darme cuenta de que no tenía nada que ver
con el mundo en el que vivía.
Es decir, cuando era pibe, el infinito estaba en todas partes,
cundía por todos los rincones como los vientos y las lluvias
pero, hasta cierto punto se escondía, aparecía y desaparecía.
Hoy no, hoy insiste, en cada ausencia, en cada muerte,
como si quisiera ir descomponiendolo todo.
Se ha vuelto obsesivo, soberbio y jactancioso, hasta petulante.
Él sabe que nosotros formamos parte de él.
Por eso se resiente cuando lo ignoramos.
Cuando intentamos desprendernos y adquirir autonomía.
Pero yo se también que soy un infinito sin memoria de serlo.
Por eso me rebelo contra él, lo olvido, lo trato con desdén
y no se si descansa, no lo creo
Amilcar Luis Blanco ("Una noche estrellada", pintura de Vincent Van Gogh)
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